2°07′05″E
El alma del fútbol en Francia es la inmigración. Más allá de
la obviedad que esto supone, no es caprichoso resaltar que esa es la faz con la
que cualquier aficionado identifica una formación de Les Bleus. Un fútbol fuertemente enriquecido de su entorno en
Europa, sus colonias y ex colonias en ultramar y, sobre todo, en África.
La influencia de este último continente se plasma de forma
evidente en el físico de sus jugadores, lo que a edades muy tempranas supone
una superioridad evidente sobre los coetáneos de países de su entorno. Pero con
el paso de los años ese desorden de la efusividad juvenil desaparece a través
del filtro que unos creen en la inteligencia táctica y otros más en el balón.
La fuente que emana a chorros en un principio, lo hace
después gota a gota. Y hay que encontrar
una que no solo sacie los impulsos de sus compañeros, sino que también los guíe.
Ante esta perspectiva que asoma cíclicamente, Francia siempre está buscando su
faro.
Deteniéndonos en el proyecto de guía
Tranquilo, de pocos gestos. Pretendiendo pasar
desapercibido. Desde cualquier parte de una grada del Mini Estadi, con poco
público y bien esparcido, es muy probable que uno pudiese no cerciorarse de
dónde se encuentra ese jugador distinto. No es el caso, uno sabía muy bien a
quién iba a ver.
Como cualquiera de esos, también transmite aquella sensación
de incomprensión. Camina por el campo ausente, como si viviera otro partido en
su interior; como si el preludio y el desenlace de cada duelo fuera parte de la angustia de asumir que uno es
diferente al resto. Jeremie Boga (Marsella, 3/1/1997) no es igual que los demás.
Es mucho más joven que la mayoría y cuando la pelota roza por primera vez su
bota derecha en el ambiente se susurra otra música.
Será que este Chelsea juvenil también sale a jugar a
expensas del Barça. Será que no tiene peores jugadores que los catalanes. Pero
realmente será y fue lo que quiso Boga. El niño que se trajeron de Marsella y
que ancla el juego en una fría precisión que le aleja de lo convencional.
Con su permanente ausencia detonó el partido. Moviéndose en
el hilo quebró y asistió de forma magistral para que finalmente Feruz abriera
el marcador. Fue un fantasma que desaparecía provocando la inquietud de los
jóvenes de Jordi Vinyals en la primaveral tarde barcelonesa. Podían sentirse superiores a su rival, como conjunto,
pero esa turbadora presencia les abocaba a un desenlace cuanto menos incierto.
Se sabe que los más talentosos son los encargados de
castigar la ineficacia del rival. Como enseñanzas del destino que nos insisten
en qué estamos fallando en nuestra tarea, aunque en fútbol esto pueda suponer que nunca más se
vaya a poder reparar. Boga tiene eso de aleccionador, palpable como concepto
pero inalcanzable en cuanto a lo que nos muestra visiblemente.
Exuberancia en la precisión sin tal vez serlo tanto en lo físico. En
su ambición podría posarse el destino entre los hermanos de color y otros. De
si será capaz de asumirse como calmante para la efusividad de estos; amarrarles
al campo y al juego, y que aporten un verdadero sentido al partido. Porque ese
parece el eterno camino de una Francia futbolística que de lo más frondoso
intenta abrirse un espacio.
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